Gritar. Expresar lo que sentimos y sentir lo que expresamos. Gritar para sabiendo que alguien nos escucha; o no… gritar solo para escucharse a sí mismo.
Ella gritó. Gritó con fuerzas. Dijo lo que quería decir, y calló lo que quería callar.
Pero algo, de repente, un día cerró su boca. Ató sus suaves labios y los convirtió en invisibles. Algo o alguien. Fueron duros entonces sus días… duros como su piel, sus verdes ojos y sus cabellos, duros como el material del que estaba hecha; duros como aquel silencio de hierro.
El tiempo pasaba, lento pero pasaba… sus ganas de gritar se iban oxidando.
Una tibia noche sin que nadie se dé cuenta, sus labios se tallaron en su rostro, como por arte de magia saltaron los fierros de la mudez que la silenciaban. Alguien se los arrancó. Alguien o algo. O tal vez ella misma los escupió. Nunca lo supe muy bien.
Y entonces otra vez volvió a gritar. Más fuerte y más despacio luego. Más fuerte.
Luego nuevamente se clavó en sus labios el cruel silencio de hierro. Maldito. Desafiante. Acosador. Eterno.
Y el tiempo volvió a pasar. Más lento y más rápido. Más lento.
Se repitió entonces lo de antes, lo de siempre… la fría ausencia de palabras se convirtió en voz. Suave. Cálida. Inquietante. Eterna.
Saltaron los fuertes hierros que la querían callar. Pero al final, resultó que no eran tan fuertes… ella siempre les ganaba. Los arrojaba como dardos punzantes hacia el infinito.
Y siempre ocurría lo mismo. Igual, igual. Era un círculo.
Gritaba; luego no, luego si, luego no, luego si, luego no…